Aristoteles
Vida y obra de Aristóteles
El ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona
Aristóteles nació en el año 384 A.C. en Estagira. Al morir su padre, fue enviado a Atenas para ingresar en la Academia de Platón, donde permanecería unos veinte años: recibió una formación superior, se familiarizó con la filosofía platónica y terminó impartiendo él mismo clases de retórica como profesor.
En 347, al morir Platón, Aristóteles decidió abandonar Atenas y se estableció primero en Asos, luego en Mitilene. Acompañado por su familia y discípulos, aquellos años le sirvieron para confeccionar su propia filosofía y consagrarse a estudios de corte empírico. Asimismo, fue convocado también por el rey Filipo II de Macedonia, confiándole la educación de su hijo de trece años Alejandro, quien pasará a la historia como Alejandro Magno.
Sobre el 336/35 Aristóteles retornó a Atenas para fundar su propia escuela, el Liceo. Aquella institución de enseñanza, gratuita y pública, se contrapuso a la Academia platónica y a otros gimnasios atenienses: insistía menos en las matemáticas y el arte de la discusión y más en la instrucción formal y sistemática, incidiendo tanto en la ciencia empírica de la naturaleza como en la erudición jurídica.
Al morir Alejandro Magno en el 323, se produjo en Atenas una violenta reacción antimacedonia, que perjudicó también al Estagirita. Acusado de impiedad, huyó de aquella ciudad, falleciendo al año siguiente en Calcis.
Tradicionalmente, las obras aristotélicas se han dividido en dos tipos: exotéricas y esotéricas. Del primer conjunto apenas conservamos fragmentos y algunos títulos, siendo compuestas casi todas en forma de diálogo para destinarse a su publicación fuera del Liceo. Del segundo grupo, en cambio, se ha legado una parte sustancial, al tratarse de aquellos textos utilizados por Aristóteles como apuntes de clase o notas de conferencias dentro del Liceo, siendo su temática tan diversa como extensa: lógica, metafísica, ética, física, retórica, etc.
Ciencia y universalidad
Aunque no resulta fácil elegir un acceso para esbozar la vasta filosofía de Aristóteles, presentar la radical novedad de su planteamiento a la luz de la imponente sombra proyectada por su maestro Platón ofrece una clave para valorar su aportación fundamental a la historia del pensamiento de Occidente.
Quizá el hecho de que se alejara de la doctrina de las ideas platónicas resulte decisivo para comprender la originalidad de su planteamiento. Aun compartiendo la convicción platónica sobre la filosofía como conocimiento de las esencias de las cosas, consideró que, para conocer lo inmutable y universal, no había que recurrir a un plano trascendente o ideal que estuviera más allá de las cosas empíricas, sino a un plano inmanente que estuviera en las cosas empíricas mismas; esa y no otra era la dimensión en la que comprobar que lo universal se encontraba siempre ya de alguna manera en lo individual y particular, mostrando así que únicamente existía una realidad, un mundo físico constituido por cosas individuales.
Inevitablemente, este alejamiento determinó la orientación de la teoría del conocimiento aristotélica, así como la forma misma del objeto estudio científico. Así, mientras que Platón se había interesado por las matemáticas desdeñando las ciencias empíricas –salvo la medicina–, su discípulo revalorizó las ciencias empíricas, el ámbito de lo fenoménico y la experiencia y, por consiguiente, la preeminencia epistémica del conocimiento sensible y el método inductivo. Si a eso le sumamos un estilo discursivo sistemático, sobrio y descriptivo, alejado de los recursos narrativos mítico-poéticos que habían impregnado las obras platónicas, obtendremos una imagen completa de este cambio cualitativo en la forma misma del filosofar.
Conviene, no obstante, subrayar que las consecuencias de este desplazamiento resultan cruciales para entender la propia configuración filosófica de nuestra historia de la ciencia, tanto sus raíces como su devenir. Al rechazar la comprensión platónica de la dialéctica como grado supremo de conocimiento y su devaluación de las ciencias empíricas como pertenecientes a la esfera de la mera opinión, la innovadora epistemología aristotélica aceptó la validez del conocimiento sensible como punto de partida para indagar la universalidad de la ciencia. Es más, dicha universalidad de la ciencia sería entendida como conjunción de todos los saberes, articulados a su vez en diversas ciencias particulares con su propia esfera de competencia y recursos conceptuales, constituyendo el conjunto de todas ellas la ciencia (Metafísica I, 2, 982a).
No por casualidad, Aristóteles ha pasado a la historia como fundador de un novedoso instrumento demostrativo al servicio de las ciencias: la lógica, herramienta para investigar los principios del razonamiento válido desde el punto de vista formal, fijándose, entre otros, en la función del silogismo y los tipos de juicios utilizados.
Finalmente, llevó a cabo la primera sistematización de las ciencias en la Antigüedad, ofreciendo una clasificación en tres campos (Tópicos VI, 6, 145a): ciencias teóricas (física, matemáticas y metafísica), que tendrían por objeto alcanzar el conocimiento teórico de la realidad buscando el saber por sí mismo; ciencias prácticas (política y ética), cuyo estudio versaría sobre la acción humana individual o colectiva en cuanto dirigida hacia algún fin; ciencias productivas, que apuntarían a la creación de objetos bellos y útiles, dividiéndose a su vez en dos: las distintas artesanías (el saber de la fabricación de utensilios, etc.) y los oficios artísticos (pintura, música, poesía, etc.)
Platón y Aristoteles en La escuela de Atenas. Rafael Sanzio. 1510-1511. Técnica Pintura al fresco. 500 cm × 770 cm. Museos Vaticanos. Ciudad del Vaticano
Metafísica o “filosofía primera”: el problema del ser
De entre las ciencias teóricas hay una en particular que, según la arquitectónica aristotélica, viene a ser la ciencia entre las ciencias por cuanto estudia las causas y los principios supremos de todas las cosas. Esta aspiración de máxima universalidad la convierte en la expresión más nítida de lo que es la sabiduría y, en consecuencia, asume el grado más alto del conocimiento. Tal ciencia de las causas y principios primeros sería la “filosofía primera” o “teología”, que más adelante será bautizada como “metafísica”.
¿Cuál es su objeto de estudio y dónde cifrar su novedad fundamental para la historia del pensamiento? Si cada ciencia particular se ocupa de estudiar un dominio del reino del ser y las propiedades que le corresponden, la metafísica indaga el ser en cuanto tal:
Hay una ciencia que estudia lo que es, en tanto que algo que es, y los atributos que, por sí mismo, le pertenecen. Esta ciencia, por lo demás, no se identifica con ninguna de las denominadas particulares. Ninguna de las otras [ciencias], en efecto, se ocupa universalmente de lo que es, en tanto que algo es, sino tras seccionar de ello una parte, estudia los accidentes de ésta (Metafísica IV, 1, 1003a).
Como han recordado especialistas de la talla de Pierre Aubenque, la universalidad de esta ciencia suprema alberga enormes dificultades teóricas, las cuales todavía hoy nos alerta, y con razón, de la complejidad de dicho objeto de investigación. Pues, en efecto, ¿cómo decir el ser? Así, contra Parménides –quien definió el ser como algo único, unívoco y eterno, que no permitía la pluralidad– y Platón –tanto su dualismo estricto como sus ideas como género universal–, Aristóteles postula su principio de la multiplicidad de significados del ser. Como reza la famosa y original divisa: el ser se dice de muchas maneras.
Ahora bien, si el ser expresa significados distintos se debe a que todos y cada una de sus significaciones comportan una referencia común a un principio idéntico y unificador, que existe en sí y no en otro: la sustancia (ousía). Al margen de que Aristóteles distinga entre sustancias primeras –sujetos individuales y concretos– y sustancias segundas –géneros y especies (Metafísica V, 8, 1017b)–, la idea de fondo es la siguiente: los seres particulares cambian, pero tras esas cualidades secundarias cambiantes –los accidentes (Metafísica V, 13, 1025a)– permanece siempre un algo inalterado. Por ejemplo, el agua puede modificar su estado (sólido, vapor o líquido), y sin embargo continúa siendo la misma agua; y también las personas siguen siendo las mismas pese a mudar sus estados de ánimo, salud o enfermedad.
Física aristotélica, o sobre la indagación del movimiento
Aportación capital para nuestra historia de la ciencia, la segunda ciencia teórica estudiada por Aristóteles es la “física” o “filosofía segunda”, que tiene por objeto la investigación de las sustancias sensibles. A ella no debemos acercarnos a la manera moderna, como ciencia cuantitativa, sino como una ciencia cualitativa de la naturaleza donde las ricas especulaciones de orden metafísico y físico, especulativo y empírico, se entrelazan mutuamente para buscar aquellas causas y principios primeros de los elementos que la componen (Física I, 1, 184a). Con ello, el pensador griego forjó el primer gran andamiaje articulado de conceptos y categorías fundamentales de la ciencia (espacio, tiempo, materia, causa, etc.).
Con carácter general, el estudio aristotélico de la naturaleza se centró en los seres vivos dotados de movimiento (Física II, 1, 192b). Así, al ocuparse de aquella forma de ser que está afectada por el cambio, fue en esencia una ciencia del movimiento, así que no debería sorprendernos que la explicación de dicho movimiento sea la principal preocupación teórica del pensador griego, ofreciendo al menos dos modelos explicativos de enorme repercusión futura:
La primera manera de explicar el movimiento, que reafirma el decisivo vínculo interno entre física y metafísica aristotélicas, será indagando los diferentes significados del ser. Entre ellos encontramos un grupo de significados que se basa en la distinción entre “ser en acto” (enérgeia) y “ser en potencia” (dynamis). Esta decisiva pareja de conceptos permite entender todo cambio que acontece en un ser como paso de la potencia al acto, en una especie de modo intermedio entre el ser y no-ser. Con ello se brindan algunas soluciones a las aporías clásicas sobre el cambio y la generación esgrimidas desde Parménides en adelante, por ejemplo: ¿cómo el ser puede provenir del no-ser? ¿Cómo lo mismo puede hacerse otro?
Para Aristóteles, el ser en acto es lo que ese ser es de hecho, aquí y ahora, es la sustancia tal como en un momento determinado se nos presenta y la conocemos. Por el otro, el ser en potencia se refiere al conjunto de capacidades de la sustancia para llegar a ser algo diferente de lo que actualmente es, de ser algo que por naturaleza es propio de esa sustancia y no de otra; por ejemplo, una semilla es un árbol en potencia, o un huevo es una gallina en potencia.
Fiel a su talante pedagógico, no exento a veces de cierta aridez, el Estagirita aporta el siguiente el ejemplo ilustrativo: “El bronce es estatua en potencia” (Física III, I, 201a), porque alberga la capacidad de adquirir dicha forma. Así, el cambio es posible, pero remite no a una modificación sin más del bronce, sino a un proceso de actualización de cuanto existe en potencia: la estatua en tanto que está siendo esculpida (FísicaIII, I, 201b). Durante el cambio mismo, es como si la potencia –la estatua– despertase y, concluido el cambio, la potencia deja de existir, sustituida por el acto, por la forma de aquella que era potencia.
La segunda vía para explicar el movimiento pasará por atender a la composición interna de los seres y la particular estructura de la realidad sensible, para lo cual Aristóteles elaborará su teoría del “hilemorfismo”, según la cual todos los seres estarían compuestos de materia (hyle) y de forma (morphé). Materia y forma no son propiamente realidades separadas, sino aspectos que nuestra mente es capaz de discriminar en las cosas y que permiten conciliar lo permanente y lo cambiante, la unidad y la multiplicidad de tales seres.
¿Cómo argumenta Aristóteles esta importante teoría? En todo cambio hay algo que se modifica y algo que permanece inalterado. Si yo me muevo de una localidad a otra, aquello que cambia es el sitio en que me encuentro, pero yo permanezco; o, cuando un cerezo florece en primavera, lo que permanece es el árbol. En ambos casos, sostiene el Estagirita, hay un factor constitutivo interno que persiste después de que la cosa llegue a ser: ese algo es la materia, comprendida como potencialidad indestructible e ingenerable (Física I, 9, 192a). Pero el cambio no es solo el desplazamiento de un estado por otro, ni tampoco la simple aniquilación de algo para dar paso a algo distinto. Antes bien, es el paso de una forma a otra entre dos estados de una misma materia, uno inicial y otro final: así, la materia pierde una forma que tenía y adquiere otra en su lugar de la que, inicialmente, estaba privada.
Es en esta encrucijada donde se incidirá por primera vez en la pregunta por excelencia de nuestro pensamiento científico occidental: ¿si los objetos materiales se generan, cambian y se destruyen, no debería ese cambio ser causado y su causación explicada? Para Aristóteles, esta pionera indagación sobre las causas adquiere una importancia capital para el ámbito de la ciencia de la naturaleza, distinguiendo cuatro sentidos del término “causa” (Física II, 7, 198a): en referencia a la materia de algo (causa material); en referencia a su forma (causa formal); en referencia a aquello de lo que proviene el cambio (causa eficiente); en referencia al fin de algo (causa final).
Aristóteles contemplando el busto de Homero. Rembrandt.
Antropología aristotélica
Como la mayoría de pensadores griegos, Aristóteles acepta la existencia del alma como principio interno de los seres vivos en general, y del ser humano en particular como ser animado racional: todos los seres vivos, por el hecho de serlo, están dotados de alma, tanto los vegetales como los animales. Se trata, como expone en su bello tratado Acerca del alma, de aquel principio constitutivo que da cuenta de la particular configuración y funciones vitales que caracterizan el cuerpo orgánico de todo cuerpo natural organizado que se nutre, crece y se consume por sí mismo (Acerca del alma II, 1, 412a).
A diferencia del dualismo antropológico platónico, la apuesta aristotélica se cifra en la convicción de que la unión de cuerpo y alma representa una unión perfecta compuesta de materia y forma, siendo la materia el cuerpo y su forma el alma (Acerca del alma II, 2, 414a). A caballo entre la biología y la psicología, la extraordinaria exposición de las funciones del alma (vegetativa, sensitiva, intelectiva) diseña el camino científico de la vida interna de las plantas y animales a la vida del hombre y su mundo circundante, vigente todavía en nuestro imaginario moderno, culminando en la cúspide del intelecto humano, tanto el intelecto paciente como el intelecto agente (Acerca del alma III, 5, 430a).
Ética aristotélica: la búsqueda virtuosa de la felicidad
De profundo calado para nuestra historia moral, la innovadora reflexión ética de Aristóteles parte de la convicción de que todas las acciones y decisiones humanas parecen realizarse en función de un bien que se persigue, mejor aún, de un fin (telos), que es el desarrollo y la perfección progresiva del ser humano. Ahora bien, al analizar tales acciones en la vida social o política, el pensador detecta acertadamente que algunos fines se subordinan a otros: unos son buscados como medios para alcanzar otros fines particulares, mientras que algunos se quieren por sí mismos. Sobre esta última clase fijará su prioritaria preocupación ética: ¿Es posible pensar un fin autosuficiente, que se quiera por sí mismo, y que sea el fin universal en función del cual eligiésemos todos los demás fines?
Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los sabios dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero sobre lo que es la felicidad discuten y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios (Ética nicomáquea I, 4, 1095a).
Ampliando la tradición ética de Sócrates, Aristóteles identifica el bien supremo con la felicidad (eudaimonia), en la medida en que buscamos la felicidad por sí misma y por ninguna otra cosa. Sin embargo, ¿qué es la felicidad? Desde luego, la felicidad parece ser un cierto tipo de vida buena, pero el consenso termina tan pronto preguntamos en qué consiste exactamente esa forma de vida que llamamos “buena”.
La indiscutible novedad del planteamiento aristotélico radica en defender que la felicidad solo puede hallarse en aquella actividad que sea conforme a la verdadera naturaleza racional del ser humano. O dicho de otro modo: quien desee vivir bien debe vivir según la razón y el más perfecto ejercicio de las facultades humanas, pues de su conocimiento dependerá que llegue a ser bueno y, por consiguiente, feliz. A esta excelencia humana la llamará virtud (areté), de ahí que la ética aristotélica sea siempre también una ética de la virtud. Es más, si el fin de la vida humana es la felicidad, la virtud será la condición de esa felicidad, ya sean virtudes éticas como virtudes dianoéticas.
Las virtudes éticas son siempre el resultado de un hábito (éthos) adquirido de decidir bien desde la libertad de cada cual, formándose por la repetición de actos adecuados, que lleven al hombre prudente a ser lo que es, alguien pleno y autorrealizado, llegando así a ser feliz. Para definir esa regla ética que nos permita tomar la decisión virtuosa óptima, repitiéndola y habituándonos a ella, Aristóteles introduce la conocida noción de “término medio”, situado siempre entre dos extremos que deben rehuirse: el uno por exceso, el otro por defecto; así, por ejemplo, el valor representaría la virtud cuyos extremos serían la temeridad y la cobardía.
Entre todas las virtudes éticas, Aristóteles apostará especialmente por dos virtudes de enorme potencialidad y actualidad teóricas: la justicia, que consiste en la justa medida para que el hombre discierna lo justo en su relación con el otro, precisamente porque lo justo encarna en sí mismo la debida proporción entre extremos y es la virtud que contiene a todas las demás virtudes (Ética nicomáquea V, 1, 1129b); y la amistad (philía), que implica el reconocimiento libre del otro como alguien igual y semejante, así como la reciprocidad afectiva entre los seres humanos. En ella se quiere al otro como fin en sí mismo, reza la bella definición del Estagirita, y representa una virtud superior a la justicia porque, cuando los hombres son amigos, no hay entre ellos necesidad de justicia ni previsión de que cometan injusticia unos contra otros (Ética nicomáquea VIII, 1, 1155a).
Para culminar su apuesta moral, Aristóteles abordará las virtudes dianoéticas, que se refieren al conocimiento y a la búsqueda de su perfección según las funciones de la parte racional del alma (función productiva, práctica y contemplativa). Mientras que a la función práctica le corresponderá la virtud de la prudencia (phrónesis), que consiste en dirigir bien la vida del hombre estableciendo la adecuación de las reglas óptimas para regular su conducta y obtener su fin, a las funciones contemplativas del alma –propias del conocimiento científico–, le recaerá nada menos que la virtud de la sabiduría (sophía).
La mirada filosófica de Aristóteles es aquí profundamente griega, además de resultar modélica para nuestra utilitarista y pragmática mirada moderna, casi una cura de humildad. Y es que la sabiduría, que nos sirve para avanzar hasta los últimos fundamentos de la verdad sobre aspectos universales y necesarios de la realidad, no supone un medio para ningún otro fin, sino que, como recuerda el Estagirita de un modo insuperable, es un fin en sí mismo y detenta su placer propio. En suma: la sabiduría representa el grado más elevado de virtud, pues en su ejercicio el hombre se mueve en el ámbito de la actividad contemplativa, aquella que se identifica con la verdadera felicidad (Ética nicomáquea X, 7, 1177a).
Política aristotélica, o sobre la vida en la polis
La reflexión política en Aristóteles conserva una continuidad armónica con su aspiración ética; pues si el fin del hombre es la felicidad, la realización de ese bien supremo deberá gestionarse desde la evidencia de que él no es un mero animal más que pueda sobrevivir aislado del mundo, sino que vive en el seno de una agrupación humana que satisfaga sus necesidades. De forma natural, la comunidad es siempre previa al individuo, pues solo en ella se realiza y perfecciona como ser humano integrándose en su correspondiente comunidad política (koinonía politiké) formada por ciudadanos que compartan un ideal de virtud individual y colectiva: solo en ella puede ser feliz.
De enorme repercusión para el pensamiento político, una de las principales innovaciones aristotélicas radica en que definir el hombre como animal a cuya naturaleza pertenece el ser miembro de una polis es considerarlo siempre como un ciudadano que se comunica, convirtiéndose así en un animal político y social dotado de lenguaje, de razón y de palabra (logos):
La razón por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra. […] La palabra es para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad (Política I, 2, 1253a).
Aunque polémica, la apuesta aristotélica por naturalizar las formas políticas de agrupación humana –a diferencia de los sofistas, para quienes la polis era el fruto de un pacto artificial y convencional entre los hombres– puede ser considerada un hito fundamental en la teoría y filosofía políticas occidentales.
Así, por ejemplo, el primer ámbito de la actividad social y política del ser humano quedó fijado en la comunidad doméstica o casa (oíkos), cuya finalidad sería la satisfacción de sus necesidades básicas y cotidianas. Como unidad familiar constituida por el hombre, la mujer, los hijos, los esclavos y los bienes, todo oíkos supone una unidad orgánica orientada a un fin propio, donde la función de cada elemento se subordina a la del conjunto; de ahí también la necesidad de reflejar su jerarquía interna, basada en una imagen siempre problemática de las relaciones sociales dominantes en la Antigua Grecia.
El segundo nivel es la aldea, que se constituye para proporcionar seguridad personal y organizar la división laboral. A su vez, un conjunto autosuficiente de aldeas tiene por resultado el tercer ámbito: la polis, que existe por naturaleza y surge como consecuencia de las ventajas prácticas que ofrece desde la perspectiva de la ayuda mutua, la defensa común y la utilidad compartida. Según la teorización aristotélica, es evidente, además, que alberga también las condiciones óptimas para realizar una vida plena y por tanto ser feliz, pues dado que los hombres no se bastan a sí mismos, precisan de la polis para ealizarse plenamente con arreglo a la mejor vida posible.
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